Capítulo VIII.

 Dos días después, a eso de mediodía, llegamos al punto en que se dividía la misión más allá de Duhjía. Por un lado, yo debía quedarme donde el río Seishö se dividía desde el norte hacia el occidente formando el caudal de Gakï. Mientras que Clim se alejaba hacia el sur y reducía la mayor cantidad de agua y hielo en vapor.

—Aquí y aquí. Grupos de siete. Las brigadas de este lado de Seishö con dos mensajeros, y así mantendremos la comunicación. Quiero al menos dos reportes durante el día. Garb, te encargarás de esta sección. Ningún civil tiene autorización de acercarse en un radio de cinco kilómetros —decía Clim, señalando el mapa sobre aquella improvisada mesa de madera, mientras observaba de reojo a sus cinco Comandantes y daba las órdenes correspondientes.

Y yo, yo observaba de reojo su explicación y expresiones, sentada a un metro con mi nariz metida en las anotación del maestro. Sin prestar verdadera atención a lo escrito.

—Espera, ¿dejaremos a Lady Amace sola? —preguntó Garb.

Sorprendida, alce el libro cubriendo mi rostro, sintiendo, con un estremecimiento, la mirada de Clim.

—¿Alguna objeción perspicaz, Garb? —Le gruñó—. Por si no es lo suficientemente obvio, Lady Amace aún no controla del todo sus fuerzas. No tomaremos más riesgos de los necesarios, ¿entendido?

Les escuche murmurar “Sí” y “Seguro, General”, antes de que dieran por terminada la reunión y abandonaran el toldo principal, dejándome con un inquieto Clim dando algunas vueltas por aquí y allá.

—Ame...

—¡Los corceles están listos, General!

El soldado que se asomó por el umbral, interrumpiendo lo que fuera a decirme Clim, se ganó una de sus miradas mortíferas mientras se agitaba el calor por la habitación y a su alrededor. Podría haber jurado que era la quinta o sexta vez en que era interrumpido cuando trataba de decirme algo.

—Vamos —murmuró, tras ver correr al torpe soldado.

Abandoné el toldo tras sus pasos, sujetando el libro contra mi pecho. Fuimos hasta los corceles, y una vez guardé el libro en el bolso atado a la montura, subí a su lomo esperando que Clim terminase de hablar con Wills. Luego partimos con una pequeña comitiva en dirección noreste.

Los cascos resonaban sobre la tierra húmeda, la fresca brisa logró apartar la capucha de mi cabeza, las esencias de la vida y la muerte danzaban a nuestro alrededor. El tiempo nos acechaba como si fuésemos su presa.

Al caer la noche, caminando entre los asoladores árboles y el barro que entorpecía nuestros pasos, nos acercamos al punto en que Seishö se divide y forma Gakï. El exacto punto donde debía quedarme para detener el flujo de las aguas con mi hielo. Luego, Clim iba a derretir la mayor cantidad de aguanieve,  convirtiéndolo en vapor y confiando en que los vientos de oriente a sur lo pudiesen diseminar. Era el plan central que tardaría entre una semana a dos, dependiendo de la rapidez y fuerza que emplearan los voluntarios en crear las nuevas riberas de desvió en la zona sur.

Nos encontrábamos a pocos kilómetros de donde solía vivir, pero tenía que centrarme en la misión.

Al llegar, con la noche sobre nosotros, tan solo iluminada por estrellas y el ligero fulgor de una luna menguante, los soldados prepararon el refugio donde descansaría. Para luego disponerse a descansar en espera de la larga jornada que el amanecer les traería.

Aquella noche no logré conciliar el sueño. Me removía inquieta en el delgado camastro, sin dejar de pensar en Noemia y Lyssa, sin lograr apartar de mi mente los dolorosos recuerdos y la inminente soledad en que me vería envuelta. Los temores no se apartaban de los recovecos de mi mente, ni en sueños, permaneciendo como la escarcha en una ventana durante los crudos inviernos en Quajk.

Con el alba asomándose lentamente, los soldados alistaron a los caballos, incluyendo a Rhym, mientras afianzaba las correas del corsé ciñéndolo con demasiada fuerza a mi figura. Tome una gran bocanada de aire templado, y salí colocándome el abrigo negro hacia el precioso corcel, que pronto me abandonaría. Una excusa para no encerrarme y aprovechar la compañía. Acaricie su crin y le dí un terrón de azúcar, cuando Clim aseguró sus riendas a la montura de Sath. Aquel corcel giró su rostro hacia mí, dando algunos pasos cerca, en busca de azúcar, sin duda. Saqué el terrón extra de un bolsillo de mi abrigo, y se lo di con una sonrisa tirando de mis labios.

La mirada de Clim, que con mucho esfuerzo no respondí, quemaba la piel de mi rostro como si estuviese acariciándola. Pero eso no ocurría, ni ocurriría nunca más.

Tome aire y me anime a mirarlo, justo cuando desvió la vista hacia sus soldados.

—¡Dos minutos! —gritó.

Los pocos soldados de la comitiva se apresuraron en terminar de acomodar las cosas, al mandato de su General.

—Ya sabe qué hacer, Lady Amace —murmuró entre dientes, antes de soltar un leve suspiro y montar a Sath.

Sin conectar su mirada con la mía.

—Que los Dioses le acompañen —dije, agitando una mano hacia Rhym, quien se alejaba tras él.

—No olvide comer, milady —dijo un soldado montado en su corcel, deteniéndose brevemente a mi lado.

Al alzar la mirada, me sorprendí de ver al joven que había huido de mí después de preparar mi lecho junto a Garb. Su tímida sonrisa, develaba la juventud que la mayor parte de los soldados poseía, y que sólo en ciertas ocasiones dejaban vislumbrar.

—Por supuesto. Que los Dioses le acompañen.

Coloque mi palma derecha en medio de mi pecho y me incline levemente, en réplica al antiguo saludo de la milicia. Su sonrisa se extendió y sus mejillas fueron pintadas por un leve sonrojo.

—Igualmente, milady. —Asintió, y espoleó a su corcel siguiendo a los demás.

Vi entonces cómo se alejaban, liderados por la imponente presencia de Clim.

Mi Clim.

Jamás hubiese imaginado que terminaría encabezando toda la fuerza militar de Radwulf. Para lo que fuimos educados, era simplemente prestar nuestras fuerzas al reino, siendo miembros importantes dentro del círculo interior del Rey. Como nos había informado Lord Balkar. En el futuro que nos era pintado, Clim y yo viviríamos dónde quisiéramos como nobles de gran importancia, siempre acudiendo a dónde el Rey nos ordenase, bajo las órdenes de nuestro soberano como único oficio de nuestras vidas, y tendríamos un hogar. Un hogar con muchos niños correteando por el jardín, una sala dónde nos sentaríamos a contar nuestras aventuras, paredes donde colocaríamos hermosas pinturas con nuestros lugares de origen y los bellos retratos de nuestra familia. Un lugar dónde viviríamos largamente en paz.

Pero todo cambió aquel día.

Un día que debía ser tranquilo, a pocas horas de partir a nuestros respectivos hogares sin dejar de pensar en el otro, tratando de disfrutar sorbo a sorbo nuestros últimos momentos juntos, que no creímos serían los últimos.

Ya había pensado en ello años atrás.

La certeza de que la vida que conocía cambió de golpe, alejándome de mi amado Clim, sus padres, de mi mamá y papá... mi hermanito. Cualquier esperanza de que mi familia continuara con vida fue destrozada por el mismo Tarsinno. Después de largos días, o semanas, o quizá meses, el ingresó a mi celda sujetando en su mano izquierda unas ropas ensangrentadas que enseguida reconocí.

Papá.

Era el abrigo grueso de mi padre, que solo dejaba a un lado cuando nos hallábamos en la ciudad Real. El abrigo... el abrigo que llevaba en un brazo cuando se alejó con mamá y Lexuss hacia el Palacio, dándonos un par de horas a Clim y a mi para despedirnos.

Las lágrimas que rodaron por mis mejillas aquella vez, volvieron su cruel sonrisa aún más amplia. Pero gracias a los Dioses, esa visión fue empañada por las manchas grises que cubrieron mi visión.

No lograba respirar.

A lo lejos, el último soldado desapareció de mi visión y me dirigí titubeante al toldo, sintiendo como mi fuerza comenzaba a conquistar la tierra a mi alrededor.

Soltando varios suspiros, pestañee varias veces espantando las lágrimas que escocían mis párpados, y el potente ardor de mi garganta que descendía hacia mi pecho apretujando todo. Tenía que tragarme las ganas... las potentes ganas de detener el paso de mi frío por esas tierras.

Me quité el abrigo y afloje un poco el corsé, esperando que eso aliviará la extraña sensación que me llenaba de profundo terror.

Sin embargo, no funcionaba.

Cogí el libro del maestro y salí de vuelta al solitario exterior. Sentada en la nieve, deje el libro sobre mis piernas cruzadas y me centre en respirar. Mi visión se vio cubierta por puntos grises, así que cerré los ojos y comencé a meditar. Con mayor rapidez de la prevista, me vi inmersa en una fuerte conexión con mi entorno. Podía sentir las cálidas presencias de varios animalitos corriendo lejos, las aguas deteniéndose congeladas, el aire gélido esparciéndose mucho más rápido, y a lo lejos, apartándose cada vez más estaba él. Su calor alejándose de mí otra vez.

“El secreto está en los sentimientos”.

Cerrando mis manos en firmes puños, me puse de pie dejando caer el libro. Alce la vista al cielo y con un gemido desconocido para mis oídos, me permití llorar después de mucho, mucho tiempo.

Trate de respirar entre las lágrimas, sintiendo el ardor en mi pecho y los gimoteos con intensidad.

Odio todo lo que ha ocurrido.

Odio que Clim me dejará sola aquél día.

Odio a Tarsinno.

Odio a los Monstruos del Abismo.

Odio no querer lastimar.

Odio las marcas en mi cuerpo.

Odio... me odio por anhelar tanto lo que nunca tendré de vuelta.

¡Me odio! ¡Me odio! ¡Realmente me odio!

Mis piernas cedieron y caí de rodillas, agitándome mientras me aferraba a mi misma, incapaz de detener las lágrimas que no cesaban de abandonarme, cayendo sobre la nieve ya convertidas en hielo. Por eso había dejado de llorar, mis lágrimas habían dejado de serlo. Tal era el descontrol en mi alma, que ni siquiera mis lágrimas se salvaban de ser hielo, todo a mi alrededor terminaba cubierto en el más despiadado frío.

Así que llore y llore en esa nueva soledad sin medir el tiempo. Hasta que, en algún momento de aquella tarde, el cansancio ganó y caí rendida sobre la nieve. Sólo cuando abrí los ojos, aún agotada y dolida con la nieve acumulándose a mi alrededor, vi el libro del maestro junto a mi. Inmune al hielo. Lo cogí y me senté con el cuerpo tembloroso.

La nieve caía y caía, ya cubriendo con una gruesa capa todo cuanto mis ojos podían ver.

Todo blanco.

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