Capítulo XVII.
Después de dejar al señor Gustav arreglando sus problemas maritales, Clim, sus soldados y yo abandonamos el atrio, dirigiéndonos hacia el Palacete con una calma refrescante.
—Nunca más trataré de ayudar a una mujer —berreaba Harbs.
—No digas eso. —Le reprendió Garb.
—Exactamente. La gente no tiene la culpa de que te topes con depravadas e infieles —acotó Wills, encogiéndose de hombros.
—Wills —gruñó Clim con tono de regaño, deteniéndose delante del grupo. Sus ojos vagaron hasta Harbs—. Es deber de un soldado ayudar a todo ciudadano, sea quien sea, donde y cuando sea. No podemos darnos el lujo de escoger.
Sonriéndole con orgullo brillando en sus ojos, los soldados se movieron hasta quedar en una fila de pie frente a su General, y en una sincronía casi natural, colocaron sus palmas derechas sobre el corazón.
—¡Sí, General! —rugieron a coro, logrando que él se removiera incomodo y sus mejillas se colorearon un tanto.
—Largo —medio gruñó.
Los chicos rieron mientras se dispersaban en diversas direcciones.
Oculté mi sonrisa con una mano. Sin duda él no había medido sus palabras, ni pudo suponer lo que significarían para sus soldados. No por nada era el General de Radwulf. Y entonces, un silencio nervioso nos envolvió. Con pasos titubeantes me adelanté hacia el Palacete, empero... el extraño tono en su voz me detuvo.
—Amace...
Voltee, humedeciendo mis labios mientras luchaba contra un estremecimiento.
—¿Si? —balbuceé, mientras él se acercaba con breves pasos. Sus ojos en los míos.
—Demos un paseo. —El borde inquisidor en su ronca voz, quitó todo rastro de posible aprehensión provocada por su orden.
—Claro.
Nos alejamos del Palacete, pasando frente a algunos soldados que, pese a sus miradas curiosas, se inclinaron con una mano sobre el corazón a nuestro paso. Una muestra de respeto que agitó mi vientre.
Cada calle y callejón que recorríamos, era transitado por grupos variopintos de ciudadanos que iban de un lado a otro inmersos en sus tareas. La suave brisa traía consigo diversas fragancias, entre las que lograba distinguir tierra húmeda y pan recién horneado. Y, como melodía de fondo, una dulce voz femenina entonaba una canción.
«Con estas claras voces de un tiempo ancestral, con esas melodías podrás escuchar, aquellos misterios que hoy no son más...»
Nos internamos por un callejón, prácticamente siguiendo aquel cántico, cuando las ligeras nubes se apartaron permitiendo que el sol acariciase mi piel. Una caricia que si bien era molesta, se traducía en buenos presagios para los días futuros de Duhjía.
—Gracias por venir sin dudar —dijo, con la mirada en el cielo.
—Cualquier cosa es mejor que los gruñidos de esos tres —dije casi sin pensar, y sonreí más ante el gruñido que él soltó.
—¿No crees que tengan razones para preocuparse? —inquirió, borrando mi sonrisa con su seria mirada.
Me negaba a ver cualquier atisbo de preocupación por su parte, pese a la vocesita en mi cabeza y lo que veía tan claramente en sus ojos. Puesto que, más allá del amor que alguna vez nos profesamos, nuestra realidad del ahora apenas nos permitía ser compañeros. Una mera interacción a raíz de mi descontrolada fuerza y los títulos que cargábamos.
—Estoy bien…
—Macy —gruñó, deteniendo las excusas que atravesaron mi mente, y estremeciendo hasta lo más recóndito de mi ser por aquel diminutivo, que precisamente él me dio—. Al menos procura alimentarte bien.
Su regaño no me sentó bien, pero carecía de aquel aire paternal que aquel trío no dejaba de utilizar. Y debía admitirlo, no cuidaba de mi misma.
—Lo sé. Intentaré no preocuparlos —murmuré, acercándome a la fuente que divisé más adelante, mientras desviaba la mirada lejos de sus ojos.
Escuché su suspiro, pese al repentino y fuerte piar de un ave.
Aquella fuente de piedra, con un labrado desgastado y medio polvoriento, estaba en aquel rincón del callejón rodeada por secos matorrales. La capa de moho que logré divisar, cubriendo el fondo y los laterales cuál manta, atrajo mi atención.
—Amace. —Me llamó.
Voltee, planteándome desviarlo de aquel tema, pero su mirada agitó aquella parte de mi que esperaba dejar atrás.
—¿Si? —balbuceé.
—Yo… —Se detuvo a eso de dos metros de mí, removiéndose mientras observaba a nuestro alrededor—. Yo…
—¿Qué ocurre? —Inquirí.
Él sacudió la cabeza, frunciendo el ceño antes de centrarse en mí.
—Suelen… interrumpir... cuando intento… —balbuceó, rascando su nuca.
Entonces comprendí. No había sido mi imaginación, todas aquellas veces en que Clim me hablaba pareciendo ansioso por algo, resultó que precisamente había algo que quería decirme. Era realmente mala su fortuna, pues ocurrían inesperadas interrupciones.
—Oh, ya veo… —murmuré. Decidiendo, sin prestar oídos a mi revoltoso corazón, escucharlo de una vez—. Bien, dime.
Me senté al borde de la fuente, dirigiéndole mí más tranquila mirada. Aquel rincón carecía del habitual transitar de personas, por lo que supuse y esperaba, no seríamos interrumpidos. El se acercó un poco, desviando la mirada antes de soltar un suspiro, y volver a verme con una mezcla de decisión y melancolía… que cortó mi respiración.
—Lo siento.
Dos palabras. Solo bastaron esas dos palabras para que mi corazón sufriera una profunda punzada, empañando mis ojos. El escozor cerró mi garganta, impidiendo que escapara el más pequeño sonido.
—Yo… no fui capaz de ayudarte. Me centré en la rabia y negué cualquier recuerdo de nosotros… Macy —Luché en vano contra el estremecimiento que recorrió mi cuerpo, mientras él daba los pasos que nos separaban y se arrodillaba frente a mi—. Lo siento, Macy. Lamento tanto no haberte protegido…
Tragué con dificultad, cerrando mis manos sobre mis rodillas, incapaz de apartar mis ojos de los suyos. Sintiendo, más allá de mi dolor y tristeza… la pesada culpa de Clim. Todo cuanto me había dolido, su lejanía, su brusquedad y furia; todo, pese a lo reciente, lo sentí lejano. Como aquellos sueños en mi infancia, que mamá espantaba con una plegaria a Suphnos mientras me abrazaba, y que aún hoy no recuerdo con claridad.
—¿Crees que puedas perdonarme algún día? —Sostuvo mis manos, rozando mis muñecas con sus ásperos dedos—. ¿Crees que podríamos, algún día, volver a ser amigos?
Aún no logro describir las emociones que me embargaron aquel mediodía. La opresión en mi pecho, las ansias que estremecían mis huesos y su cálida cercanía. Una pequeña parte de mi quería aferrarse al dolor y la tristeza, pero… en gran medida, el impulso de aliviarle, de borrar aquella tristeza y culpa que veía en sus ojos. Tan sencilla de confundir con enfado por la gente.
No puedo odiarlo.
Mi corazón y mente concordaron.
—No hay nada que perdonar, Clim —dije, con una calma que no sentía—. Éramos niños. No estaba en nuestras manos evitar que el mundo se cayera en pedazos, ni podíamos predecir que sería de nosotros… —Detuve su posible protesta colocando mi mano en su barbilla, deslizando mis dedos por la escasa y rasposa capa de vello—. Está bien, Clim. También quiero que seamos amigos, como antes.
Le di mi sonrisa más sincera, esperando espantar, aunque fuera un poco, las sombras que empañaban sus ojos. Apoyó su mejilla en mi mano, cerrando los ojos mientras soltaba un casi imperceptible suspiro, y envolvía mi mano libre entre las suyas. Su calor, tan familiar y extraño, vibraba junto a mi frío con suavidad, acariciando y tanteando más allá de lo físico.
—Macy… —murmuró con voz ronca, tomando una bocanada de aire antes de volver a fijar sus ojos en los míos—, eres demasiado buena.
—Exageras.
Comentarios
Publicar un comentario